16 de enero de 2008

Qué macana estar con no más de 30 libros en donde estoy viviendo ahora. Puedo leer al azar, sí, pero ese azar está reducido, y las caras, los estilos, se van repitiendo demasiado y aturden.

Nada mejor para un lector -no uno que estudia- que cambiar de libro muy a menudo, bien rápido, como para no acostumbrarse. Es como juntarse con otro a tomar cerveza: la conversa cansa pasadas las dos o tres horas, y menos, y pronto queremos irnos. La ventaja de los libros, en ese sentido, es que podemos cerrarlos de un sopetón, de un saque, mientras que al conocido hay que saludarlo, charlar esos últimos 5 minutos a los que a veces cuesta tanto llegar, y partir.

Lo más molesto es eso: leer por deber. Por el deber de un libro más, un día menos. Uno sabe que, si faltan 40 páginas, hay que darle duro, y, si faltan más, hay que, eso, llegar a las 40. Como un fastidio por todas las cosas, uno lee por costumbre, mientras que otros hacen gimnasia o se aturden con la tele.

Porque la lectura tiene eso: aturde, empalaga mal, quisque. Pasé los 30 hace un tiempo ya, y sé que estoy encastrado en la vieja maldición, indefinidamente, o hasta que llegue el viaje idiota del poeta francés. No pasará día en que, de no leer, no deje de sentirme ausente, vacío, incompleto; y, habiendo leído, no haya arrojado lejos, una vez más, cada maldito tomúsculo o edición accesible con que la edad del consumo también a mí me persigue. Como una pérdida de la juventud.

10 de enero de 2008

Mujeres: niñas, jóvenes, pasadas

Una niñita, al costado, chilla dulcemente una canción cualquiera. Como ahora ando tras una mujer varios años menor que yo, una mujer-amiga que está por parir advierte que deje de interesarme por las menores. Querrá que busque a viejas como ella (no a ella). En todo caso, veo a la niñita de acá al costado, con sus auriculares adosados a las orejas, y no me despierta ni afecto, sino incomodidad por sus chillares y demás contingencias parloteriles, y devaneos chateadores en busca de algo que ni ella ni yo entendemos: el amor.

Leo en Proust (II), en mi incansable Proust (siempre termina venciéndome con su elongamiento de prosa) que es eso lo que tienen las quinceañeras, o las de 18 (¡nunca dice el número de las edades!): que esas muchachas en flor son lo más voluble, lo más maleable por las emociones, los desaires y las alegrías que entre los humanos existe. Edad de la variabilidad, luego terminamos de conformar nuestro rostro, nuestra máscara y, rígidos o blandos, siempre, de todos modos, sonreímos o fruncimos el ceño de memoria.

Las rabiosas niñas, a lo Emilia de Monteiro Lobato, las de carácter, las gritonas, las de 4 ó 5 años y rebeldía ante el menor "no", ésas sí que me encantan (las veces que no logran sacarme de las casillas, que, la verdad, son ahora pocas). Pueden ponerse a bailar ante la caída de un libro: tal cosa es impagable. Como lo son sus discursos a veces incoherentes, su veleidad aprovechada, su nada de cortesía.

Salud, entonces, a la que parirá a alguien que no transmitirá su apellido (somos de Tercer Mundo), tal como ella, una generación atrás, sólo puede confiar en su hermano y someterse a las reglas de nomenclatura del parentesco. Claro, de eso hablamos.