8 de febrero de 2009

Jején dormido

Leo, y no recuerdo nada. Vacío, laguna retrospectiva. Sólo me queda la sensación general de lo que leí: la sensación-prosa, la -verso (bah: la poesía se relee, y eso ayuda al panorama -curiosa expresión-). Cuando retomo una novela, me sitúo inmediatamente en el contexto; pero, cerrado el libro, olvido todo, por lo general de un modo inmediato.

Puede que sea como escuchar cualquier canción en inglés: no sabés de qué habla, y después sólo lográs acordarte de esa música cuando la volvés a escuchar, y, entonces sí, recién ahí podés ir tarareándola mentalmente mientras suena.

Es una manera de ocupar el tiempo. Ponerse, por caso, a pensar cosas mientras se lee -pero esto se da, no se busca-. Así, me doy a dos discursos: el del texto en cuestión, y el de mi disparatar interior, que se ofusca -me sucede, en serio- por los mismos nimios motivos de siempre, o se entretiene directamente con pelotudeces al toque.

Por ejemplo, Un barbare en Asie, de Michaux. Uno podría hacerse de 20.000 anécdotas de viaje francófono, costumbres variopintas de los hindúes o los chinos, perrito de Li Po, y se pone a especular con algo así como: "pero qué observación que se pasa de sagaz; me gustaría acordarme de ella, para comentarla, al menos" (la frase, que no sucede, es un instante, un flash, en medio del leer). Y, al párrafo, no queda ni la idea misma de acordarse.

Cuando era joven (joven: diecinueve años) era tan máquina de leer como ahora: pero con memoria. Y andaba como Sancho: en vez de refranes, citas. Y la reunión se amenizaba, y cada tanto podía pasar por "el príncipe de la fiesta" (¿Oteriño?, aunque descontextualizado).

Treinta y cinco: la triste edad de los que, aparte las taras propias de cada cuerpo, ya la pifian previsiblemente, y mal.