29 de septiembre de 2011

Un pusilánime

Llegó el calor: cuando salí a la calle -ocho y media de la tarde- noté que tendría que haber optado por un pantalón corto y no por el vaquero que llevaba. Después, más tarde, sí, se levantó un ventarroncito, pero ahora, cuatro y media de la mañana, estoy así, sin remera, en pata, con la ventana y puertas abiertas a la noche. Hace calor; y no llueve. 

Volví del ensayo hará cuatro horas y me puse a leer, cosa que me mantuvo entretenido hasta hace un ratito. Me preparé entonces un mate y me vine a Blogger. Tenía ganas de escribir: de pasar un rato anotando algo, corrigiendo, pensando. La lectura fue prolija; sin llegar a ser insatisfactoria, no deparó nada especialmente glorioso, y necesité venirme acá, a esforzarme un poquito, a ver si tenía algo para decir. Fumo y escucho el gotear del tanque de la vecina; también está el zumbar de Magnolia, y mi teclear. Por lo demás, no pasa nada. 

El lunes me compré Veinte años de poesía argentina y otros ensayos, de Paco Urondo. Lo había visto comentado no sé si en alguna Diario de poesía, y ya tenía averiguado el precio, hará cosa de un mes. Me agencié eso, y la Hablar de poesía nº 23, que todavía estoy leyendo. Las dos cosas, $90,00. Llegar a fin de mes. 

Lo que me llamó la atención de las prosas de Urondo fue la rotundidad con que opina sobre otros escritores -especialmente poetas, por lo general argentinos-, ya sea contemporáneos o del pasado. Emite muy seguido valoraciones que tienen el aspecto de la precisión, y pone siempre en relación lo literario con lo político -más exactamente: con lo contextual, y en especial, supongo, con cierto proyecto de Nación que tiene-. Si bien no es un académico -se opone explícitamente a ser considerado un intelectual-, queda claro que la lectura que hace de la poesía argentina ha sido meditada, que fue un estudioso -en un buen sentido- de la misma. 

(Me acuerdo de Andrea, una ayudante del cursillo de Letras: "ningún texto es inocente." Qué frase más horrible, más allá de que intenta transmitir algo que quizá sea verdadero, al menos para algunos.) 

Y me quedo pensando. Me quedo pensando en si los poetas tienen que ser los críticos de la literatura, o sus sistematizadores, y de qué modo y hasta qué punto. Si no es simple "política" de artista, o, de última, política a secas. También, si los poetas son los más capacitados para hablar de la poesía, de sus pares, y hasta de sí mismos. 

(El deber ser. Lo regulado con primor. Cierta necesidad de prolijidad y justicia: cada uno, su función: en la Sociedad Ideal, es decir, ordenada.) 

Pienso, entonces. Me hago mis buenas preguntas de idiota, de pajuerano en el gran pequeño juego de la poesía nacional. Me pregunto, por ejemplo, si yo mismo debería hacer valoraciones, apreciaciones, tasaciones, distingos y reproches a los otros, los que publican en el presente, los ya de no ser. Si debería revisar esas mismas valoraciones, apreciaciones, etcétera, de los otros, a fin de, digamos, establecer con cierta propiedad "la Verdad" de esto que hacemos al escribir, al publicar. 

¿Me estoy preguntando si entro en el juego, si acepto las reglas; si hay reglas más o menos fijadas, consensuadas; si, por el contrario, todo es fuerzas y nada más que fuerzas, y el Poder? ¿No me engaño un poco con el carácter más bien sociológico con que yo mismo hablo de la cuestión? ¿Peco de falsa humildad? ¿No me la banco? ¿Tengo complejo de inferioridad? ¿Temo tal vez no poder desempeñarme bien, o al menos satisfactoriamente, en el ruedo, en el baile? 

Pienso, sí. Pienso escribiendo. Cierta retórica habitual en mí quizá desvirtúe la línea de pensamiento que podría lograr de no haberse ya desarrollado cierta lógica argumentativa en esta anotación, lógica probablemente típica de ellas, a esta altura de su desarrollo. Pienso, entonces, en forzar, en adelgazar alguno de sus hilos, terminar por cortarlo, para así lograr cierto desequilibrio, cierta apuesta, cierto decir. Quizás lo anterior sólo sea un crescendo, un acumular; quizá -sueño- venga un desborde.

En todo caso, qué situación distinta, la actual, de aquella de los '60, los '70. En los ensayos y demás artículos de Urondo se respira la revolución, inminente, en el aire. Se lee política: decisiones, proyectos; también el estado de cosas que se rechaza, la necesidad de actuar con convicción. Se habla incluso de abandonar la narrativa para escribir textos de no ficción: la primera, consideran Urondo y otros mencionados en el libro, se alejaría del presente, la otra podría incidir con mejores resultados en la realidad. Qué diferente es la cosa hoy en día, o qué diferente de cómo veo personalmente el asunto: qué hago, qué dejo de hacer, qué cosas son factibles de ser hechas, e incluso, qué escapa a mi imaginación; qué es posible, qué imposible, qué inexistente. 

Uno puede hacer "política cultural", opinando, manifestándose, discutiendo de modo público. Uno puede buscar posicionarse, sacar ventaja, e incluso lucirse, darse el gusto de ganar un argumento, quedarse con la última palabra, definitiva, por ejemplo. También -como me está saliendo un poco hacer, en esta prosa-, poner en evidencia el juego, desencantarse del mismo, asquearse más bien. El sociólogo de turno aclarará, prolijo, que su teoría social del arte también contempla esta última opción, esta otra "veleidad", de índole más bien sacrificada: ascética, ejemplar. El problema, en todo esto, es que tengo presente que actúo sabiendo que estoy actuando (sabiendo, sí, pero más o menos; tampoco la gran cosa). 

Sí: la veleidad. Uno no entiende del todo cuál es exactamente el alcance de lo que hace; y tiene sus blogs, y tampoco hay mucho movimiento en ellos que digamos, y sin embargo piensa que al menos un poquito figura; y aparte ha pispeado alguna vez un par de teorías, y se pone, cariacontecido y cejijunto, a pensar; y el punto no es la Literatura, ni la Sociología, y mucho menos la Política, sino que uno, nuevamente, ha comenzado a escribir algo que no sabe cómo ni en qué terminará, y tiene muy pocas claves para resolver la cuestión. Pocas y endebles claves. Y de pensar se trata. 

¿Qué es escribir? Ponerse a prueba. ¿Qué es publicar? Dejar pasar, reconocerse en algo, frente a los otros. ¿Qué se busca, en todo este asunto? Algo, sí, pero que no es nombrable, que no es formulable: formularlo lo haría, nuevamente, texto, escritura, eventual publicación. 

- . - . -

En todo caso, advierto una característica en todo lo anterior: escribo ideas más bien sencillas, comunicables. Habré puesto, entonces, mi pensamiento al servicio de cierta necesidad de claridad que, al parecer, tengo. Explicitar el juego (pero no obligatoriamente denunciarlo), esbozar alguna noción "clara y distinta" para actuar en él, ver si es posible tal cosa, ver si quiero, de última, jugar. No es absoluta la Poesía (si Urondo hablaba de Nación...), ni imprescindible, y mucho menos urgente. No es tampoco detestable, ni mucho menos: la leo, la leeré. 

Quizá tenga ideas tremendamente erróneas sobre el dichoso asunto; son las pocas, endebles que he conseguido aceptar, a lo largo del tiempo. Paco Urondo "piensa" la Poesía Argentina. A mí me gusta bastante lo de Daniel Ponce: en su caso, estudiar antropología, a la vez que se alejaba transitoriamente de la poesía, lo llevó a relativizar bastante el "puterío ilustrado" (categoría en boga entre algunos estudiantes de Letras acá en Córdoba, hará 20 años) de la literatura argentina. Yo la verdad que tengo más bien dudas y preguntas a la hora de escribir sobre todo esto; o, en todo caso, pienso que enfoqué la cuestión de modo harto vago y general, y que por eso mismo no hay dónde hincar el diente, en qué yugular clavarlo. Que, si hubiera señalado algo más concreto (más concreto, es decir, relacionado a lo que amo o a lo que odio), ya andaría mascando más y mejor. 

Sírvame de escarmiento haber escrito esta misma anotación. El Gabo me viene diciendo que comente las lecturas; que eso podría ser ocasión de mejores prosas. No es, se ve, que no me pregunte cosas: es que no sé cómo responderlas, y lo más probable es que, como decían los positivistas lógicos de antaño, la pregunta esté mal formulada. 

21 de septiembre de 2011

El que no descansa


(escuchando True Story - In Two Acts, por RGG)

Quizá se trate de no escribir. De medir las horas con la sola lectura. De los libros de siempre, los ya amigos, y de unos cuantos más del inagotable, hermoso resto. Y pensar. Y las palabras que broten "en el seno del pensamiento": no anotarlas (por ahí sólo en el Diario; pero ya eso sería vacilar), sino apenas si permitir que se vayan, que se desvanezcan: que surjan y se extingan en la mera conciencia. 

(Pasé la noche con Rayuela. Lectura plena: no dieron ganas en ningún momento de dejarla, y corté sólo para escribir esa primera frase, aparte de que quería poner un disco: son más de las 07:00 hs.: ya terminó el toque de queda acordado de bastante mala gana con la vecina nueva, me cacho en diez. -- Añoro la forma en que la primera lectura de esta novela me llevó, hará 20 años, a otros libros, a otras cosas que no son sólo libros pero que los libros, en mi caso al menos, propician. Añoro esa plenitud y no, porque también disfruto de esta otra comprensión, la actual, de este otro disfrute, después de, por ejemplo, todo el jazz escuchado, escuchado un poco porque en ese libro lo escuchaban --ese origen, sí, pero también y más decisivamente las juntadas con el Baby, privilegiado Club de entrecasa--.) 

¿Por qué dejar de escribir? ¿Simplemente hacerlo? ¿Uno se pone a soñar con algo así como un Placer Ilimitado sólo porque pasó sus buenas cinco o seis horas de coparse con un libro, y encima queda más de la mitad? ¿Uno no sabe acaso que por lo general la mayoría de los libros lo cansan, lo molestan, lo terminan aburriendo? Y uno lee por método, y por método escribe (¡¿por qué, por qué, por qué?!), y quiere algo distinto, y siempre ha sido, él mismo, así: alguien que especula vagamente con la dichosa promesa de felicidad, y que cree que puede llegar a alcanzarla, que ésta puede serle otorgada, cosa en el fondo tan imposible. Y prueba, noche loca, algunas mieles, y ya está: se pone a imaginar que de los huecos troncos seguirá manando más y más miel --"eso es pío", Horacio 'dixit'--, o que no se empalagará, una vez más y como siempre. 

(Y eso que bien que sé que el chiste está en alternar: fuerzo los límites de la lectura, o de la música, o de la charla, o del silencio, y ahí estoy otra vez, cambiando de actividad, poniéndome en otra cosa, sin descansar, inútil afanoso. Prácticamente nunca me entrego al "ocio real", ya sea solo o en compañía, y los raros momentos en que éste se da son extrañísimos: sentir la duración, la mera duración, el ser cosa fofa, materia, cuerpo sin pensamiento --de ojotas y sudando, los veranos--.)

Dejar de escribir pasaría así por renunciar a trabajar de otra manera el tiempo: como si uno se propusiera callar de un modo total. Monje con su votito de silencio, mi oración sería el libro: todos los libros --todos los que tengo, unos cuantos más--. ¿Pasa por eso, por cierto espíritu de sacrificio? Pero cuando anoté esa primera frase tenía un como pálpito de ganancia, de acrecentamiento de algo; escribiendo, desarrollando la idea, ésta se me vuelve antojadiza, y la verdad la rechazo. Vislumbre en el agotamiento, alucinación y extravío del deseo, llamita vulgar, enclenque, pronto extinta, pensaba aparte hace un rato que lo que pasa es que tengo, ahora, 37 años; que es imposible imaginar, por caso, cómo seré a los 50; que en el presente todo es rotación, alternación morosa; pero que, como buena ameba cortazariana, bien puede ser que para esa edad mis seudópodos se hayan transformado un poco al menos, les haya cambiado el metabolismo, digamos, y varíe así el espectro de lo que puedo ver y también imaginar.

(¿Sabiduría idiota? ¿Alguien que llega tarde? ¿Alguien que viene estando un poco fuera de la vida? Pienso en mi rostro, inexpresivo cuando escribo, pero que muchas veces se desfigura en el encuentro y diálogo con los otros, desencajado y brutal, de fuerte, tosca voz. Recuerdo las sensaciones a flor de piel, el frenesí, el haber agotado en algún momento "hasta las heces" la experiencia, allá en mis "dorados" 20. Pero lo recuerdo como idea, como algo vago de que no me llegan imágenes más precisas que ese coletazo más bien póstumo de lo vivido hace mucho, lejano ya.)

Termino, como otras veces, dando cuenta de mí. La ficción no me interesa. Digo: escribirla. Algunos señalarán, precisos, que, por más que haga un texto con vivencias, sensaciones, pensamientos propios, siempre les daré forma, los modelaré: ficcionalizaré, en suma. Allá ellos y su Escuelita de Letras. Al escribir sobre mí mismo se genera cierta tensión que es distinta a lo otro. Cierta clase de esfuerzo, cierto desafío que, en todo caso, es de otra índole. Y eso existe. Y cuenta.

(No escribir. Como si uno se acercara a La Gran Cosa, como si uno se predispusiera a algo realmente significativo. Algo en todo caso que sería de uno consigo mismo; de nadie más, para nadie más. Algo así como una evidencia. De eso trataba de hablar.)

3 de septiembre de 2011

Fogonazo falaz

Fumo. Y me duele un poco la espalda, y sigo. Oigo un jazz suavecito; Gabo duerme el sueño de los justos, allá en la pieza, y no ha comido. Fumo y se me cierra el pecho, y toso y carraspeo: atabacamiento buscado.

Desperté quizá a las cuatro, ayer, y algo caché. Pasó mi vieja en algún momento. Cosas me contaba de su reciente televisión pública; cosas como la Pizarnik y su abrigo viejo, y que le quedaba algo grande, y sobre su leer, leer, leer, según la hermana. Yo fui a comprarme un sanguchón de milanesa de pollo y la fantita de rigor, y conversamos otro rato, peluquería y cine. Luego partió, y me quedé con Girri.

Cayó el Gabo con dos más. Partieron al rato esos dos y tomamos un par de birras "sintiendo" Martín Buscaglia ("¡¿pero quién es ese muerto?!"). Como hace tres o cuatro días borré todo en la compu (Fedora 15 de cero), cientos de discos incluidos, hubo que bajar de nuevo Golpes al vacío. Luego mateamos, y el muy guasito se fue a dormir. Anduve un poco con la Anthologie... de La Pléiade (voy por la 660, más o menos; son creo que 824), comí papa hervida (noble nutriente), y terminé de releer no sé cuál Diario de poesía. La gata parece que ha quedado afuera pero no llama. Me vengo a Magnolia, anoto cosas.

Prendo un pucho. Subo el volumen desde el equipito. El disco en cuestión se llama Brain Dance, y pertenece a Carlo De Rosa's Cross-Fade. El enchastre que mencionaba ayer ha sido mayormente subsanado: el suelo quedó un poquitín pegajoso, sólo hay que seguir pisando. Hoy no leí mucho que digamos las cosas del Google Reader. Me aburre: es estar demasiado con los mismos autores, es pecar de prolijidad. Lo peor es que siempre leo en orden y, así, todos los días me engluto varios posts del demasiado ubérrimo de Neorrabioso, y, cuando continúo con los otros, llego cansado. Oficinistas de la escritura: así nos quieren Google Reader, Blogger y demás.

(Tomarse el palo: eso es agradable. Ir pasando por libros muy al azar, o no leer ninguno, por un buen tiempo, y ya. Estar al pedo: comer cuando pique el bagre, dormir cuando pinte. Ser animalito de Dios. Sólo fumar.)

Algunas cosas he anotado, estos días, en el Diario, sobre escuchar música, digo. Me acuerdo de algo que un neurocientífico comentaba sobre qué pasaba en el cerebro cuando uno oía algo así. Algo así: música. No recuerdo qué decía, pero la cosa es que el enfoque, la manera de abordar el asunto (como experiencia) era algo muy loco, algo analizado haciendo uso de una terminología para mí inusual. Era analizar la cuestión con herramientas conceptuales para nada humanísticas. Y eso me generaba interés y perplejidad a la vez.

Uno, al escribir, amasa. Relaciona, se pierde. Le busca la vuelta. Todo está por hacerse: en uno, en su propia escritura. Esos neurocientíficos consideraban un lapso de tiempo abismal: el hombre y su percepción de la música en el contexto de la evolución. Funciones como capas o estratos que se solapan. Ruido como señal de alerta en la noche de la visión endeble. Algo que se continuaría en lo sobrecogedor propio de la vivencia de lo sublime, pongamos.

Conceptos que hay que imaginar, colegir, casi que prefigurar. Ese lapso de tiempo muy poco representable, puesto al lado de la historia de la música (no sólo la erudita) en Occidente. Fumo y escucho un saxo tenor improvisando en "Terrane / A Phase". No hay que ser demasiado consciente de la historia de una disciplina artística: uno surfea por un rato la cresta de la ola, hace alguna pirueta sobre la tabla, llega a la costa. Y la ola y la tabla, y la costa misma: marcadas por la historia. Y los movimientos y las expectativas del cuerpo mismo del surfer, y obvio que también su malla: somos hijos del tiempo.

Sí: demasiada imaginación, demasiados pocos datos: maldita subdeterminación. Uno amasa con muy poca harina, y encima se pasó de sal. Estudiar es para otros. Por lo pronto, escucho el final del tema, anoto cosas. Mi escritura va a la deriva, hoy por hoy y de hace algún tiempo, y ya no sé qué importa. Fogonazo falaz, éste que propongo acerca de la música: tanto que la amo, y no sé hablar de ella. Para ella.

2 de septiembre de 2011

Las horas regladas


"Destrucción y melancolía." (Alberto Moravia, El conformista.) 

Fumo. Escucho el segundo de los dos cedés de Lieder und  Kantaten im Exil, de Hans Eisler. El mate, lavado; una coca de litro y cuarto destrozada ahí en el suelo; y no limpio el enchastre (no es un experimento a lo Duchamp tampoco).

Los últimos dos o tres días han sido de concentración, de profundización silenciosa en algo sin mayor significado. Leve tristeza que no quiere reconocerse como tal; leves seriedad, pasividad, callar. No aburrimiento, sino como la experiencia de algo que comienza, de algo que termina, de algo, al parecer, distinto a lo anterior. Un como pocas ganas de escribir en los blogs, un escuchar mucha música, un anotar mucho cosas confusas y pálidas en el Diario. Cosas que, en el fondo, no dicen nada: porque no tienen nada ya: en su interior. 

Leo la Anthologie... de La Pléiade, releo Más allá del bien y del mal, termino "I Samuel" de ese libro, La Biblia, leo la Antología temática de Girri según Pezzoni. Leo, dejo de leer: y las horas se suceden como módulos que van cayendo sin más en un pasado o pozo ciego; y el mate las regula y marca, metódico. Duermo de a ratos, como sin mucho hambre que digamos, fumo con total regularidad. Voy de cuerpo, meo, me baño cada dos o tres días. Y no salgo de casa, y desconozco el sol y el aire límpido. Taciturno, indiferente.

Sí: no hay nada que decir. Me meso el pelo con cierta suavidad, pienso en cortármelo a la 3, veo la sombra de mi cabeza en la pared, acá a la izquierda. Es necesario matar la imaginación: la dañina, la que me juega en contra. No completar tendenciosamente la figura, no completarla en absoluto, dejar abierto el sentido, no leer de más: a los otros, a todo aquel con quien hable, a quien recuerde, y menos a todos aquellos (y son muchos) a los que enfrento 'in effigie'. Así, el monstruo mental, lo noto, baja la guardia, se aquieta, agota menos: y trato de dejarlo atrás, de diluirlo. Quizás, también, llegue a escribir cada vez menos: cada vez menos efusiva,  menos dolidamente. ('Percé', musito: como una mariposa a la que ya cazaron, y es exhibida en un rincón de la sala; y el que nos la muestra no hace mucho alarde del asunto por lo demás.)

Pienso en el Gabo. Pienso en su caer en depresión, en su aislarse, encerrarse, por períodos. -- Qué tremenda variedad de gente que hay, aquí en el mundo, digo. Y hay tantos grupos, afinidades... Con el Gabo nos entendemos, y mucho (pienso), pero para afuera esa amistad será algo totalmente anodino, quizá también despreciable, y hasta ominoso. Y así con cada grupo, cada afinidad. Y todos amontonados, amuchados --por caso, en Córdoba--: anexados, dispuestos y repartidos en "casas", habitáculos varios. 

Fumo. Apago el cigarrillo. Carraspeo. Piedra Limada terminó la biblioteca. Queda traerla. Le llevó algo así como un año hacerla. Dónde la pondré; qué nuevas mariposas contendrá. Futuro igual y liso, futuro de libros. Y no pienso en detenerme, y muy probablemente pase desapercibido para el resto, digo, el mundo, y espero que me importe cada vez menos el mostrarme débil, desaconsejable, fútil. La vida se ha lavado y yo no tengo la culpa.